lunes, 5 de julio de 2010

El museo: el cajón

Mucha gente me pregunta que cuántas camisetas del Liverpool tengo y la verdad es que desconozco la cifra exacta. Aproximadamente puede que sean cerca de cincuenta pero tampoco lo tengo muy claro. Sí puedo decir, sin embargo, que la primera me la regalaron mis padres un día que era mi santo (diciembre de 1999) y también que, con la moda de las subastas por Internet, fui completando la colección hasta hacerme con un catálogo de referencias que para sí quisieran muchos. Durante un tiempo, incluso, me dió por ponerles el nombre y el número de algún jugador pero en cuanto Steven Gerrard empezó a zascandilear con lo de marcharse al Chelsea se me quitó el interés por esta práctica. Obviamente las hay de distintos diseños y colores pero siempre he preferido las de manga larga, con cuello y rojas. Por estos últimos detalles y aunque de todas ellas podría contar una historia, sólo unas pocas forman parte de mi vestuario habitual (lo que haciendo una analogía con las redes sociales y de acuerdo con las teorías del gran Javier Godoy, director de estrategia de Inspiring Move, vendría a constituir un enlace fuerte con las mismas. Las que son feas no van más allá de una mera conexión débil y las serigrafiadas se quedan en algo temporal). Pero a pesar de las diferencias y las preferencias, tengo claro que si le pasara algo a cualquiera de ellas, el suceso sería traumático para mí.

Recuerdo un día en la playa de Rodiles (Asturias) que extravié la mochila y lo único que me preocupaba era la camiseta que había dejado dentro de ella (concretamente, la de la temporada 97/98 en su versión de jugar fuera de casa, ojo). Cuando finalmente apareció y le confesé a María el miedo que había pasado, ésta no daba crédito a lo que le contaba. Con buen criterio me hizo ver que lo que realmente importaba en caso de pérdida era la documentación y las llaves del coche. No una prenda de segunda mano. Le dije que sí pero en el fondo me conjuraba para no volver a exponer la ropa del equipo a situaciones de riesgo, además de imaginarme un lugar en casa en el que estuvieran todas juntas y a salvo. Lo primero lo he cumplido a rajatabla desde entonces y lo segundo lo solucioné de la manera básica, metiéndolas en el primer cajón del armario. Cada vez que lo abro suelo pensar en todo lo comentado, al tiempo que reconozco el valor que el objeto de almacenaje tiene como una de las piezas clave de mi particular museo liverpudlian. Y por supuesto, el que quiera venir un día a casa a hacer inventario está invitado.

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